Me encuentro en esta hora de dolor con una amiga buena y entrañable que llora conmigo a lágrima viva e intercambiamos historias de Fidel.
Me cuenta que conoció a una niña que nació el mismo día, el 13 de agosto pero de 1981 y que su sueño fue siempre conocerlo nada más que para decírselo en la complicidad de los amigos buenos. Al final la oportunidad se le dio en la “Declaración de los Mambises del Siglo XXI” en el “Memorial José Martí” de la Plaza de la Revolución.
Me cuenta que esa niña le contó a su vez que (travesía de por medio) llegó hasta él entre curiosos y escoltas; y que casi no pudo hablar (porque enmudeció ante la presencia telúrica del héroe), Fidel, en su entrañable lenguaje de niño grande le preguntó: “¿Y tú? ¿Qué?” fue entonces que la niña le soltó casi a quemarropa lo que por años tenía guardado entre el pecho y la espalda, y le contó que le había escrito una carta por su 70 cumpleaños a través del “Concurso Guayasamín”, y que le había escrito que seguiría sus mismos ideales porque por sus venas corría la sangre de los Maceo, en su mente vivían los pensamientos del Ché y su presencia (la de Fidel) perenne, incólume como guía. Fidel le preguntó su nombre y pidió tomarse una foto con la niña, a la que llamó su “ahijada”. La abrazó y le dio un beso. Esa misma niña (me cuenta mi amiga de trincheras), guarda “la foto con Fidel” como un tesoro invaluable. Ese día ella se reafirmó como revolucionaria. Eso no me lo dice. Eso lo sé.
Yo entonces le cuento de un niño de quinto grado de la década del 90, que conocí ya mayor, que me contó como aquella vez lo citaron en la dirección de su escuela porque “hablaba bien” y “hacía falta hablar ante mucha gente en un teatro” y que tenía “que estar bien vestidito”. Le cuento que ese niño pequeño no sabía a qué se iba a enfrentar, y cuál no sería su sorpresa al descubrir que el teatro en el que iba a hablar era Karl Marx y que Fidel, iba a estar allí. Me cuenta que el valor para subir al escenario ante todas aquellas personas en el “Primer Encuentro de Solidaridad con Cuba”, lo tuvo que sacar de donde no había porque tenía que agradecer la ayuda solidaria brindada por los “Pastores por la Paz” y tantos otros allí reunidos. Cuando llegó al podio no alcanzaba los micrófonos y una seña de Fidel lo hizo avanzar para “hablarle” a los presentes. Al final no pudo. Dice que un acceso de llanto lo ahogó y no pudo terminar ni tan siquiera la primera palabra. El público comenzó a corear: “Fidel…Fidel…” y de pronto el niño sintió una presencia gigantesca a su lado y unas palabras en su oído que le resultaron extrañamente familiares: “¿Estás nervioso?… Bueno… Organiza primero tus ideas y después sigue”. Alguien le dio agua y después de vaciar el vaso de un sorbo, atropelló un agradecimiento en entrecortadas palabras y pudo bajar del escenario. Ese niño (que ya no lo es tanto) guarda también su “foto con Fidel” y recuerda el peso de aquella mano que hoy añora.
Al final mi amiga y yo terminamos entre lágrimas, recuerdos, abrazos y convicciones. Sobretodo convicciones que una vez el gigante Fidel forjó con su mera presencia y sus pocas palabras en dos niños de la década de los 90 del pasado siglo.
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